Miguel Angel Castiñeira García -
Ella lo mira, casi
a la velocidad de la luz. Espera y se imagina de mil maneras el próximo paso.
En su mente los diálogos cambian, los lugares cambian y las situaciones
cambian. Tampoco es que haya fanatismo ni nada por el estilo, a veces se le
olvida que existe. Pero, cuando se encuentran, el mundo transpira un silencio y
una tranquilidad que solo profana el latir de su corazón adolescente.
Él la mira, de forma un poco menos disimulada.
El complejo por las cicatrices de antaño detiene lo que pudiera ser el
descubrimiento del Dorado, eterno anhelo del pirata Sir Walter Raleigh. Están
ahí, invisibles, como grilletes de miedo. Pasará el tiempo, lo único que va a
pasar realmente.
Sin embargo, en otra escena de la misma noche,
el temor no impide que intercambien miradas un joven con una damisela en apuros.
Fue un impulso, seguido por la inspiración de dos cuerpos también repletos de
heridas. Sin mucha cavilación, se descubren compatibles gracias a un pequeño
secreto: quieren ser compatibles.
Y, porque les da la gana, pasan los años y no
se aburren de las mismas conversaciones, ni de las mismas heridas, ni de las
mismas cicatrices, ni de la misma historia común, ni de un conjunto de
tradiciones y de códigos por ellos solamente entendidos que vienen
perfeccionando desde el primer día.
Solo les queda la tarea más difícil:
acostumbrarse a la idea de la muerte mientras, poco a poco, desaparecen las
siluetas a su alrededor, hasta que encuentran la propia, sin sentir desasosiego
al mirar atrás. ¿Regla o excepción? Al menos, una posibilidad remota. Por lo
que vale la pena intentarlo.
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