Mónica Sardiña Molina - Siempre quise
contar la historia de mi vida, que alguien se interesara por mis aventuras y
mis golpes en cada rincón del país. Estoy e mi lecho de muerte, lista para dar
el próximo paso, o quizás el frenazo definitivo... De cualquier modo, insisto
en que me conozcan, en que se acuerden de mí cuando vean mis huellas en una
carretera abandonada.
Soy una Girón v. Realmente me llamo ómnibus, pero
prefiero que me digan guagua. Suena más familiar. Nací en la década del 70 del
siglo pasado, como una estrategia para mejorar la situación del transporte en
Cuba. Comencé como local en La Habana. La
gente nos bautizó como aspirinas: “alivian, pero no resuelven”. Ustedes saben,
el cubano es la pata del diablo.
Cuando se me
descompuso el cloche por última vez, supe que la ciudad no era un buen lugar.
Me pusieron piso de cinc, porque la madera ya estaba podrida y me sustituyeron
la puerta trasera por otro par de asientos. Empecé a trasladar estudiantes de
un preuniversitario en el campo. Esos muchachos me escribieron hasta el techo y
me convirtieron en refugio de los más fogosos romances. Por no hablar de los
baches y el polvo rojo del camino, ni de las locuras del chofer, pues para
impresionar a las muchachitas pisaba el acelerador al máximo.
Con tanta
carrera se me fundió el motor. Dos años después salí del taller, convaleciente
de un transplante. Entonces, me destinaron al transporte de los trabajadores de
un central azucarero en Camagüey. Allí pasé los mejores 20 años de mi vida. El
conductor, un viejito bonachón, me fregaba cada tres días y los obreros apenas
ocupaban todos los asientos.
Pero mi
comodidad fue efímera. Desmantelaron el central y me mandaron para una base de
campismo, en Santiago de Cuba. Ahí estuve hasta ayer, cuando un trágico
accidente me descontinuó por completo. Ahora estoy próxima a convertirme en
chatarra. En segundos vi pasar toda mi vida ante mi parabrisas, los viajes a
todas las celebraciones: los 1. º de Mayo, los congresos del PCC, la visita del
Papa Juan Pablo ii…
Sin embargo,
lo que me recome el hígado—perdón, el carburador—es ver a todo el mundo
deslumbrado con las Yutong. Claro, a quién no le gusta el aire acondicionado,
los asientos acolchonados y reclinables, el motor discreto, la velocidad máxima
de 90 Km .
/h…
Ninguna tiene
la estabilidad que tengo yo en las curvas, las ventanillas cerradas no permiten
la entrada de aire puro y a los 10 años se les pudrió el techo. ¡Ja! No quiero
verlas con 40, como yo.
Las otras que
me calientan la gasolina son las Diana. Se creen muy auténticas, pero no son
más que una mala copia de las Girón. No sé qué se harán con tanto plástico
cuando el sol empiece a tostarlo.
Nosotras
llevamos el transporte en Cuba durante más de 30 años. Ahora nos agradecen con
una grúa y un apretón para transformarnos en un bloque metálico y vendérselo a
los chinos. Si existe la reencarnación, seré una camioneta Gran Muralla,
conocidas como “clarias”; me cansé de caer siempre en los mismos baches y nunca
perderé mi dignidad renaciendo como una Yutong.
Buena lectura. Gracias. La pandemia quiso que encontrara sus escritos. Allí en la UCLV quizás hasta hubieras sido mi alumna en algún semestre.
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