Boris Luis Alonso Pérez * - Pablo trabajaba en una
fábrica de zapatos. Era líder del sindicato de trabajadores y todos en la
fábrica lo querían mucho. Admiraban su inteligencia, su valor pero entre todas
sus virtudes sobresalía su facilidad para hablar. Sabía decir las cosas bien
claras, en el lugar y el momento preciso. Sus oyentes se deleitaban con sus
intervenciones y escuchaban hasta la última palabra.
Pablo no sólo era bueno
hablando, sino que lo disfrutaba, por lo que no perdía la oportunidad de poner
en práctica su don, en el pasillo, en las oficinas, a lado de las máquinas y
hasta en las reuniones.
Un día como otro cualquiera llegó la noticia de que en
la fábrica iban a cambiar el director. El nuevo jefe en el cargo nada más
llegar pidió una reunión con los trabajadores para poner las cartas sobre la
mesa y orientar algunos cambios.
Con tal de no parar la producción Pablo se
brindó para hacer lo que mejor sabía hacer, el resto le apoyó porque sabían que
Pablo lo diría todo más claro que nadie. Pero todo resultó mal, después del
encuentro con el nuevo director Pablo perdió el habla. Los trabajadores no lo
creían, y algunos hasta lloraron al ver a Pablo mudo caminando por los
pasillos, todo lo decía por señas, y no es que intentara decir mucho.
Aunque la
cosa no paró ahí, la mudez de Pablo era contagiosa y al paso de la semana,
nadie podía hablar. El virus además mutó, al punto de afectar otros sentidos, y
llegó el momento en el que nadie hablaba, oía, ni veía nada. Así pasaron los
días, los meses, los años y la fábrica se volvió un lugar sombrío y triste.
Porque lo que no se dice, se acumula, y con el paso del tiempo nos destruye por
dentro.
*Estudiante de Periodismo de la Universidad de Matanzas
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