Miguel Ernesto Dorta Pedraza - Corría el año 2006 cuando Paul Verhoeven se dejaba ver por
última vez detrás de las cámaras. Lo hacía con el enésimo acercamiento del
cinematógrafo a un contexto temporal y geográfico tan trillado como el de la
segunda guerra mundial en Europa. Sin embargo, conociendo las filias del
director neerlandés, podíamos estar seguros que el filme estaría teñido con los
excesos, deseos y cuestionamientos morales a los que nos tiene acostumbrados a
lo largo de su filmografía. Verhoeven deshumanizaba a sus personajes,
independientemente del bando que defendieran, y ello le servía para realizar una crítica mordaz y cruda de la sociedad
holandesa. Algo que hemos visto, con mayor o menor predominancia, en su
filmografía y “Elle”, su última joya, no está desligada de estas bondades.
Año
/ País:
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2016 / Francia
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Título
original:
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Elle
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Duración
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130 min.
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Música
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Anne Dudley
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Guion
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David Birke (Novela: Philippe
Djian)
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Director
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Paul Verhoeven
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Fotografía
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Stéphane Fontaine
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Productora
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Coproducción
Francia-Alemania-Bélgica; SBS Productions / Entre Chien et Loup
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Reparto
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Isabelle Huppert, Laurent
Lafitte, Anne Consigny, Charles Berling, Virginie Efira
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Género
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Thriller/Drama
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Un retrato certero donde la moralidad y el deseo entran en
conflicto para un espectador que, bajo una ligera sonrisa, esconde sus
vergüenzas. Curioso ejercicio de hipocresía el que deambula por la mente del
títere que somos en manos de Verhoeven. ¿Realmente
nos escandalizamos ante lo que vemos o ante lo que nuestro disfraz oculta?
¿Acaso somos todos psicópatas?
“Elle” se abre con una
mirada: la de un gato en contraplano que observa, altivo e impasible, la violación
de su dueña a manos de un desconocido. Mirada que comprende un encuadre dentro
de otro: esa puerta que sólo deja ver parcialmente a Michèle Leblanc (Isabelle
Huppert), primero sola y luego con el violador, ya nos dice que no sabemos
todo, que tenemos muchos detalles que aún no se pueden conocer.
La víctima se dispone a limpiar los destrozos materiales
del delito dejando a un lado los personales. La carta de presentación del
personaje ya contiene un alto nivel de impacto y es que su reacción antinatural determina el resto del metraje. Primera
declaración de intenciones del autor de “Instinto Básico”, que lejos de buscar la controversia de manual
aboga por un cinismo cuestionable. Con escasa sutileza reparte contra la
sociedad inquisidora en que nos hemos convertido. “Nuestra verdad es la verdad” se convierte en el lema contra el que
arremete y cualquier comportamiento periférico, que no es más que el fruto de
una tajante imposición social, lo
condenamos. Verhoeven muestra su habilidad de repartir migajas para dar a
conocer al espectador una conducta tan
imprevisible como la de Michèle.
Y vuelvo a la mirada
del gato por dos razones: primeramente porque nos da la sensación que esa
contemplación entre indiferente y soberana resulta la del propio Verhoeven en
esos diez años de silencio ante el panorama cinematográfico que pasaba ante sus
ojos. Y segundo, porque ese carácter felino, que el director europeo consigue
captar únicamente con un plano, describe
a la perfección a la protagonista de Elle, Michèle, interpretada por una
Isabelle Huppert que consigue una actuación comedida y ambigua, casi al punto
de la majestuosidad. Su actitud para con los demás no dista en exceso de la que
tiene su gato ante la escena de violación: los
trata con la misma frialdad y mal genio con la que suelen deleitarnos los
mininos.
“Elle”, ¿podría
haber un mejor título para una película en la que ELLA es la que se “roba el
show”? Ella, la principal artífice de plasmar en el relato todo el riesgo
que el largometraje requiere. Una Isabelle Huppert simplemente arrebatadora. Su
presencia en pantalla resulta incuestionable construyendo un personaje
kamikaze, de esos que quedan en la memoria cinéfila. Basta sólo una ligera
sonrisa sarcástica o una gélida mirada de desaprobación para llevarnos a donde
se proponga. Y si es con un arma blanca en la mano, mejor. Nunca la frialdad calentó tantas butacas.
Michèle constituye el
punto de anclaje sobre el que los otros personajes de la película orbitan. Ella decide
cómo transcurre cada una de sus relaciones interpersonales, es ella quien
ostenta el poder y sobre la cual sus familiares y amigos consiguen avanzar. Por
eso no denuncia. Asume esa decisión dando una excusa, pero la verdadera razón: ella no está acostumbrada a ser la víctima,
y una denuncia le hace asumir al instante ese rol, perdería el control.
La cinta, como su personaje principal, se torna
imprevisible y continuamente muta de
géneros. Del perverso thriller erótico al cine negro hitchcokiano, de la
comedia costumbrista al drama desaforado. Juego de malabares en manos de su
creador, que disfruta como un niño conduciendo a su público por dónde quiere.
Lo que no varía
nunca es esa fotografía tan cuidada,
con la gradación de color que se acerca al celuloide, el contraste perfecto y
la iluminación muy natural, con un halo de lente difuminada. Tampoco lo hace esa
banda sonora minimalista y sutil que
sabe convertirse en el centro de atención cuando el filme así lo requiere.
El alma humana es incoherente y paradójica. Y si además
hablamos de sexo, ¿dónde y cómo trazar
la frontera entre patología y salubridad? Pocas veces he asistido a
semejante acopio de estímulos
contradictorios como en esta cinta provocadora y singular, que zarandea al
espectador sin piedad ni tregua, que plantea interrogantes sin respuestas
unívocas y deja aturdido y sin aliento, tanto durante la proyección como una
vez finalizada la misma.
Lo que comenzaba como un retrato de identidades, donde se
cuestionaba la figura de la víctima y el verdugo, deviene en una magnífica reflexión sobre el deseo.
Sobre las pieles que adoptamos y los caminos que recorremos para saciar nuestra
sed. Ahora hemos de rumiarla y asumir el empujón de Verhoeven para que, como él
dice en boca de Huppert, “la vergüenza
no nos impida hacer lo que realmente queremos”.
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