¿Cuántos profesionales hoy dejan sus centros de trabajo y buscan el sector cuentapropista? ¿Por qué cada año más maestros deciden emplearse incluso como trabajadores domésticos, mientras las aulas añoran su presencia? ¿Cuándo la llamada pirámide invertida girará la suficiente?
Zulariam Pérez Martí * - Los espejuelos no iban. Tampoco la
filósofa que solía ser dentro o fuera de casa. No recogió siquiera el libro
debajo de la cama, ni se fijó en los tantos papelitos amarrillos pegados en el
refrigerador para recordar el trabajo.
Ya había convencido
su espíritu, este había mordido el anzuelo como mismo lo hace el pez en la
profundidad de su mar, ya no había preguntas inoportunas. Todo por no ver una
cena con platos monotemáticos y reiterativos, por cambiar la rutina de contar los
kilos cada mañana, cada noche. Quería pluralidad a la hora de la comida, a la
hora de bañarse, a la hora de desayunar, a la hora de salir a pasear... Dudaba
de sí con el tiempo se había convertido en materialista, en una especie de
obsesión aquello de vivir sin estar siempre ahogada en términos económicos.
Por eso salió
después de tomar dos vasos de leche fría y dejó atrapada a la filósofa que
solía ser. Revisó el bolso para verificar la existencia de pastillas, llaves y el
aparato del asma. Sus pies testarudos evitaron la parada de la guagua y se
volcaron al camino, al camino que la gente de tanto pisar había pulido. Casi
kilómetro y medio, casi las mismas cuadras para ir al trabajo.
Le faltó
maquillarse, ponerse zapatos altos, incluso un lacito sobre el pulóver blanco,
era pedir demasiado. Solía apegarse a la estética naturalista, a la casual y ni
siquiera tomó en cuenta que en una paladar “de lujo” casi nunca cuentan los
gustos personales del empleado. Una vez allí, ese fue el primer consejo del
dueño: debe colorearse mañana, y pasado mañana, y siempre. “No nos agradan las
flores marchitas”, dijo entre dientes.
Los nervios
molieron al espíritu. Lo leído en Internet de cómo tratar a los clientes y las
normas del comercio pronto fueron un espejismo más, solo recordaba lo de la
risa y comenzó a reírse por casi todo. De 9:00 a.m a 1:00 a.m, dos días sí, dos
días no.
Ella volvió a
repasar la alineación de las copas, la puerta permanecía muda. Eso la hizo dudar
en comerse un poco las uñas, mas el timbre sonó como mismo suenan los pájaros
en las mañanas del campo. El portón se abrió y no se volvió a cerrar. Cocina, y
salón, salón y cocina.
No tuvo tiempo
para almorzar y comió parada, en una esquina de la habitación donde se guardan
los vegetales, las viandas y sazones. A las 10:00 p.m. cabeceó reclinada a una
columna. Una hora después se llenaron las mesas. Y volvió la misma rutina:
cocina, y salón, salón y cocina.
Las copas no
cayeron, el pedido no fue equivocado, la sonrisa no falleció. El primer día de
una camarera no es cualquier día cuando las cosas se salieron del carril para
ella y su sociedad. ¿Cuántos
profesionales hoy dejan sus centros de trabajo y buscan el sector
cuentapropista? ¿Por qué cada año más maestros deciden emplearse incluso como
trabajadores domésticos, mientras las aulas añoran su presencia? ¿Cuándo la
llamada pirámide invertida girará lo suficiente?
La propina
cayó en sus manos como mismo cae el relámpago en la palma solitaria. “Algunos
días pagan más, depende de los
clientes”, le susurraron desde atrás y no se volteó para saber. Salió. Afuera
una bicicleta esperaba. No habló por el camino. Solo pensaba en Habermas, Marx, Descartes, Hegel, las líneas de conexión, los estudios
universitarios, el mar que retoza sobre la arena siempre húmeda.
Abrió la
puerta y la filósofa la atrapó, la abrazó. No quiso propina.
A la mañana
siguiente volvió al trabajo de todos sus días, a lo que sabía y quería hacer. Debieron
pasar muchos días antes de que decidiera subir al avión, antes de que dejara el
libro debajo de una cama anglosajona y se volviera camarera muy lejos de aquí.
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